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La originalidad, dijo Gaudí, consiste en retornar al origen, una vuelta a la simplicidad de las primeras soluciones que, coronando una de sus rimas más célebres, Dani Macaco llamó “andar hacia el saber”. Acostumbrado a predicar con el ejemplo, el artista barcelonés lleva años en ese camino, buscando el principio de la canción, asimilando sus fundamentos, avanzando imparable en dirección a su génesis. La tierra en Entre raíces y antenas (2004), el aire en Ingravitto (2006), el agua en Puerto presente (2009) y, claro, El murmullo del fuego (2012), cuatro elementos para la comprensión de un universo –su concepción de la música popular- que hoy experimenta un nuevo big bang: Historias tatooadas (Mundo Zurdo-Sony, 2015).

Asumiendo con una pasmosa naturalidad la excepción del equilibro perfecto entre tradición y vanguardia, el nuevo álbum de Macaco es una experiencia que acuña sus propias coordenadas de espacio y tiempo. Del Mediterráneo al Caribe, o mejor, a los Caribes porque aquí se adivina el eco del rocksteady y el mento jamaicano, de la rumba y la guajira cubana, de la tonada venezolana, la habanera catalana y la cumbia panamericana. Cuenta Dani que, durante el proceso de grabación, imaginó la venerable figura de un viejo músico folk aprendiendo de su nieto la pulsión del rock y la rítmica del hip hop. Difícil encontrar una imagen más gráfica para definir un sonido de ida y vuelta donde conviven Bola de Nieve y Kendrick Lamar, Agustín Lara y Kanye West, The Jolly Boys y The Roots. Imposible ignorar la sutileza del bolero, ese sentimiento triste que se baila, en La Distancia, el sutil patrón de cumbia de Piel sobre Piel o Ratapampam y su onomatopéyico maridaje de bombo logüero argentino y cajas urban.

Producido en la fiel complicidad de Jules Bikôkô y Roger Rodés “Ferrero” y enriquecido por una banda –tremendas guitarras de Thomas “Tirtha” Rundqvist- que toca de memoria, Historias Tatooadas tiene mucho de sublimación. Si en lo musical, confirma una personalidad libre de todo cliché, en lo literario representa un verdadero punto y aparte. El Dani Macaco que debutaba en el proceloso mundo del negro sobre blanco con Amor a lo Diminuto (Mondadori, 2012) demuestra aquí su fascinante madurez como escritor. A partir de la exacta proporción entre canciones de amor y de lucha, inventa personajes desde la realidad –el retablo en Hijos de un mismo Dios- y desde una abstracción hedonista (Dancing Man) o rabiosamente romántica (Good Morning, Soledad).

Sin abdicar de su probada capacidad para el himno con estribillo a seguir, el autor se acerca al ideal poético: expresar emociones complejas con palabras sencillas. Para muestra, Volar, que desafía a la gravedad con la batida de un estándar de los años cincuenta resucitado tras medio siglo de criogenia, Coincidir o la preciosa Gástame los labios. Sensibilidad y mucho sentido también en su nada dogmática crónica de nuestro tiempo: además de la ya citada Hijos de un mismo Dios, ahí están su reflexión sobre el exilio (Me fui a ser feliz) o esas palabras desde el frente en la guerra contra los transgénicos que es Soy semilla.

En definitiva, la narrativa de Historias Tatooadas deja huella. Convencido de que el repertorio de Dylan, Serrat o el eterno Gato Pérez son equiparables a cualquier otro candidato al Nobel, Dani Macaco extrema el cuidado de los textos y entrega una obra mayor. Su disco más universal es también el más íntimo: comenzando por su madre, que recita el movimiento de apertura, todas las colaboraciones externas se inscriben en su círculo familiar. Contiene los mejores versos de su carrera, regala imágenes de conmovedora plasticidad y, arrancándose por “solerías” o enarbolando la bandera del compromiso social, le inscribe en la liga de los trovadores que, con la aguja de su voz, dejan en el oyente una marca indeleble.

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